La guerra y la reclusión
Fred Uhlman
Retrato de Uhlman realizado por Kurt Schwitters en
Hutchinson Camp en 1940
Fred Uhlman (1901-1985), pintor
alemán de origen judío
exiliado en Inglaterra desde 1936, compartió con
Schwitters
su estancia en el Campo de Hutchinson en la Isla de Man
. y
allí organizó el “Café de Artistas”
Era socialdemócrata y trabajaba de abogado en Stutgard
se
marchó de Alemania en 1932 y vino a vivir a Tossa de Mar
en
la Costa Brava catalana hasta 1936, como hicieron otros
en estos
mismos años, Raul Hausmann en Ibiza desde 1932 al 36 y
Jack
Bilbo ya mencionado en el número 9 de 598 en Sitges. En
Tossa
conoció a Diana, hija de un político conservador
británico y se casó con ella en Londres. Su suegro
odiaba a los alemanes, judíos, socialistas y los
artistas,
Uhlman reunía las cuatro condiciones a la vez.
Desde 1936 establecido en Inglaterra
colaboraba con
organizaciones que desde Londres apoyaban al gobierno de
la
República Española en la guerra contra el fascismo.
Organizó en Londres el Artist Refuge Comitte para
salvar a los artistas alemanes refugiados en Praga, uno
de los
primeros en acoger en su casa fué Oskar Kokoschka,
posteriormente acogió a Jonny Hertfield. Fundó la Liga
alemana Libre para la Cultura junto a Kokoschka y otros
artistas y
científicos.
Se alistó en la A.R.P. ,nada que ver con Hans Arp
ni
con la Allgemeines Relativitäts Prinzip - principio de
la
relatividad general, sino la Air Raid Precautions,
torres de control
aéreo desde 1936 hasta que fue destituido en 1940
por
la aplicación de la ley relativa a los extranjeros, que
le
llevaría al campo de internamiento.
Lo que reproducimos a continuación el capítulo
16 de su autobiografía escrita poco antes de morir en
1985
que se publicó con el título “The Making of an
Englishman” editado en este país por Ediciones del
Bronce el año 2000 con el titulo “Brilla el sol en
Paris”
La guerra y la reclusión
Fred Uhlman
...
Durante la «drôle de guerre», se
habían constituido tribunales en toda Inglaterra para
examinar la lealtad de los miles de alemanes y austriacos
que
habían huido de los nazis. Muchos de mis amigos, mi mujer,
que había perdido su nacionalidad, y ahora era una
«extranjera enemiga» (!) y yo mismo tuvimos que
presentarnos ante uno de estos tribunales. Nos declararon
«seguros» y, en consecuencia, «exentos de
reclusión».
Poco después de la invasión de Holanda me llamó
por teléfono una anciana encantadora, amiga íntima
nuestra.
«Mi querido Freddy, ¿has oído el discurso de
nuestro embajador en La Haya? Ha dicho: «No se fíen de
ningún alemán, ¡aunque sea su mejor
amigo!»
Le contesté muy educado que había oído el
discurso y que sólo podía pensar que aquel
imbécil se había vuelto loco. Añadí que
apostaba a que no conocía ni un solo alemán antinazi,
ni un judío, y que, sin duda, todos sus supuestos
«amigos» debían ser malditos nazis con nombres
tales como Herr von und zu Donnerblitz o Prinz Rupertus
Schleim-Gleim-Gugelhupf-Gotha. Había muchos
diplomáticos ingleses estúpidos y snobs que se dejaban
impresionar fácilmente por las adulaciones y los
títulos; yo sabía mucho más sobre los nazis que
toda esa banda de malditos profesionales y diez veces más
que
Chamberlain, el mayor imbécil de todos. ¡A mí
nadie hubiera podido engañarme, porque tenía una
experiencia sobre los nazis de primera mano! No había que
ser
muy inteligente para ver que sus objetivos no podían
lograrse
sin la guerra. Cuando Hitler llegó al poder, el pueblo
llano
de París había gritado: «¡Hitler es la
guerra!» Ellos conocían mucho mejor a Hitler que
cualquier gobierno. Pero, naturalmente,. ¡yo no tenía
amigos nazis, no me trataba con Putzi Hanfstángls, no iba
de
caza con Goering! ¡Ni a Berchtesgaden, como tantos
ingleses!
¿Por qué no los encerraban a ellos los primeros?
«Mi querido Freddy, dijo la encantadora anciana, no te
alteres. Sé perfectamente lo que sientes. Sin duda tienes
razón en maldecirlos, con la excepción del pobre
Chamberlain, que sólo ha querido obrar lo mejor posible,
pero
debo de¬cirte que todos tenemos miedo de los alemanes
refugiados
en Inglaterra. Deberíais estar todos encerrados. No digo
que
tú seas un espía. Pero piensa en el daño que
puede hacer un espía, ¡aun¬que sea el único
entre veinte mil alemanes! No, creo que no podré dormir
hasta
que no estéis todos internados. No es nada horrible. Mi
cu–ado, el general Arcibald, dice que es hasta
divertido. Se puede jugar al tenis durante todo el día y
no
tienes necesidad de preocuparte de la guerra.»
Calmé a la anciana lo mejor que pude. ¿Por qué
me iban a internar? ¿Acaso mi vida no era clara como el
agua?
¿No había promovido todos los ofrecimientos de ayuda
de la Liga alemana libre?
Aquello me parecía tan ridículo que
olvidé la conversación en cuanto la anciana hubo
colgado el teléfono.
Mi mujer esperaba el niño para principios de julio y
decidí quedarme cerca de ella hasta entonces. Estaba
viviendo
en casa de una tía suya, cerca de Ware. Llegué de
Londres e124 de junio, justo diez días antes del
nacimiento
del niño. Al día siguiente temprano se presentaron dos
policías. Uno esperó fuera y el otro entró y se
puso a estrujar sus guantes. Se sentó. Luego me dijo que
había venido a buscarme para internarme.
-¿Sabe usted que mi mujer espera un hijo para dentro
de
unos días?
-Lo sé-, dijo.
Fue muy educado. Me dio tiempo para hacer mi maleta
y decirle
adiós a mi mujer, a la manera inglesa, es decir, sin
exteriorizar el menor signo de emoción.
-Adiós, querido-, dijo mi mujer.
-Adiós, querida-, dije yo. «Cuánto
había aprendido en unos años!)
Cuando ya me iba en el coche la tía de Diana
agitó la mano para decirme adiós. No tenía ni
idea de lo que ocurría y creía que mi salida
mati¬nal en limusina con una escolta especial significaba
que me
llamaban para una misión importante. ¡Quizá el
primer ministro me necesitaba!
De camino hacia la comisaría de policía
re¬cogimos a un señor de sesenta y ocho años, el
profesor Pollack de Manchester, con quien dis¬cutí sobre
la influencia de Béranger en la poesía política
alemana.
En la estación esperamos durante horas a que
llegaran
unos padres jesuitas alemanes. Cuando supo que aún no
había salido mi mujer me llevó un frasco de tinta
china, un portaplumas y papel de escribir. Era el mejor
regalo, no
hubiera po¬dido encontrar nada más eficaz para mantener
mi moral.
Desde Ware nos llevaron a Watford, donde nos
registraron; si
teníamos navajas de bolsillo, cuchillas de afeitar,
tijeras
de uñas o cerillas teníamos que entregarlas. Luego nos
dejaron en una escuela donde ya había algunos cientos de
personas entre los dieciséis y los setenta años.
Ahí tuvimos que esperar de nuevo hasta que nos
metieron
en camiones, en los que nos ten¬dimos por el suelo y todo
el
convoy escoltado por motoristas se puso en camino hacia un
destino
desconocido. Mi camión se tuvo que parar una o dos veces
porque algunos hombres mayores se habían mareado por el
olor
a gasolina, pero al fin llegamos a un pequeño bosque. Vi
barracones, alambradas con pinchos y torres de
observación;
ni una sola pista de tenis. Eran los cuarteles de invierno
del circo
Bertram Mills en Ascot, transformado en campo de
prisioneros. Nos
mandaron a dormir a las casetas de los elefantes y los
leones sobre
colchones de paja. Durante días y días las comidas
consistieron en porridge quemado y Kippers. El primer día
sólo nos dieron pan y té. Todo estaba solo. Todo
estaba sucio. No teníamos acceso ni a noticias ni a
periódicos, pero cada prisionero recibía
diaria¬mente cinco trozos de papel higiénico.
Había un enorme desorden, y deseaba que la encantadora
anciana que tanto anhelaba mi reclusión me hu¬biera
podido ver.
La primera noche me fue imposible dormir, aunque me
había tapado los oídos con cera. Los ancianos que
tenían entre sesenta y setenta años no podían
permanecer tendidos en unos bancos tan duros y erraban en
la
oscuridad tratando de hallar los servicios, que daban en
parte al
dormitorio común.
Evidentemente, los oficiales ingleses que esta¬ban a
cargo
del campo no se figuraban ni por un momento que fuéramos
antinazis. Pero cuando organizamos un concierto y
terminamos con God
save the king algo les debió hacer comprender que
éramos diferentes a los marinos alemanes que nos
habían precedido.
Uno o dos años después mi amigo el Dr. Walter
Zander escribió un artículo que empezaba así:
«Lo más interesante del problema de la reclusión
no estriba en saber hasta qué punto han sufrido los
internos
-ya que actualmente el sufrimiento está generalizado en el
mundo entero-, sino hasta qué punto han sido capaces de
resistir moralmente la. experiencia y de transformar su
desgracia en
algo productivo.'Para juzgar con justicia sus esfuerzos es
preciso
tener en cuenta las circunstancias concretas, pues quienes
soportaron las vejaciones y las privaciones no eran unos
ciudadanos
que podían tener la esperanza de volver un día a su
hogar, sino unas personas sin patria y sin protección que
se
hallaban entre dos mundos en lucha y a quienes en parte se
llegaba a
identificar con aquellos que habían jurado su
destrucción. Tenían que librar la batalla contra ese
terrible telón de fondo.»
Siguiendo a Zander, no voy a extenderme en mis
sufrimientos. No
tengo derecho. Mis padres y mi hermana sufrieron muchísimo
más, igual que millones de víctimas de los nazis en
Bergen¬Belsen y en Auschwitz (y en Siberia, cosa que
generalmente se olvida).
Pero había dos aspectos del problema que hacían
la reclusión especialmente difícil de soportar. Uno
era el sentimiento de su injusticia y del despilfarro de
energías que hubieran podido emplearse tanto mejor.
(¡Qué excelente uso hubiera hecho Hitler, en cambio, de
miles de ingleses refugiados en Alemania!) El otro era una
tortura
especial conocida por el nombre de «liberación».
Todo juez con experiencia sabe que los hom¬bres acusados
de un
crimen suelen hallarse en un estado de extrema ansiedad
antes de
conocer la sentencia, pero se calman milagrosamente en
cuanto saben
qué será de ellos. En nuestro caso uno podía
ser liberado hoy, mañana, dentro de una semana, o seguir
prisionero durante años. Dependía de una sola cosa:
«Ser o no importante para el esfuerzo requerido por la
guerra.» Al¬guien debía decidirlo desde Whitehall y
en su opinión, como era de esperar por parte de un
inglés, los hombres de negocios, los técnicos, etc.,
eran esenciales para el esfuerzo requerido por la guerra,
a
diferencia de los artistas, los músicos, los profesores de
universidad, los dirigentes antinazis, etc.
El primero en ser liberado fue un domador de
elefantes; los
animales habían tenido el sentido común de negarse a
ser alimentados por cual¬quier otra persona.
Los siguientes fueron unos importantes hombres de
negocios que
se habían largado con sus capitales, pero nunca habían
movido ni un dedo contra Hitler y le hubieran lamido las
botas si
éste se lo hubiera permitido. Les siguieron unos
técnicos y otros individuos igualmente útiles.
Hicieron falta meses y una fuerte presión de la
prensa
y del Parlamento para forzar al gobierno a crear nuevas
categorías que incluyesen a personas
«inútiles» susceptibles, asimismo, de ser
liberadas. Todo aquel lento proceso causaba una tensión y
una
ansiedad constantes que nos impedían resignarnos y tratar
de
poner al mal tiempo buena cara, como cualquier prisionero
de guerra
que sabe que debe limitarse a esperar junto a sus
compañeros
el final dela guerra. Como he dicho, en nuestro 'caso la
cosa era
muy distinta: todos los días había hombres que
abandonaban el campo, para gran envidia de los que se
quedaban.
Hacia las cinco de la tarde anunciaban los nombres de los
liberados
y todos los días volvía a mi habitación
arrastrándome, derrotado y deshecho... Al principio hubo
otra
causa de sinsabores que se podía haber evitado
fácilmente. Durante todas aquellas semanas en Ascot, que
después de todo sólo está a unas millas de
Londres, no recibi¬mos ni una sola carta y que yo sepa
ninguna
de mis cartas llegó a su destino. Sin embargo, todo esto
no
era nada comparado con los padecimientos de otras personas
internadas en otros países.En 1941 recibí una carta de
mi viejo amigo, Paul Westheim, actualmente profesor en
Méjico, fechada e14 de enero de 1941: «Mis
compañeros y yo estamos muy impresionados por vuestra
descripción de la fiesta de Navidad en vuestro campo. Mi
Navidad ha sido más bíblica. La he pasado en un
establo, en el que vivo desde hace tres meses. En cambio,
las
circunstancias, distan mucho de ser bíblicas: desde hace
meses padezco una grave ciática, reumatismo y
disentería y duermo sobre la paja. La temperatura es de
diez
grados bajo cero y como no tenemos calefacción y las
ventanas
están rotas, estoy prácticamente a la intemperie. Es
bastante penoso, sobre todo cuando recibo de mi casero
recibos de
calefacción que debo pagar. Pero no quiero quejarme. He
aprendido que se puede vivir sin calefacción... »
La «defensa espiritual» empezó casi
inmediatamente después de traspasar las alambradas.
Había por todas partes grupitos de hombres oyendo una
charla.
Heinz Beran daba una sobre la literatura inglesa. Debajo
de un
árbol un rabino discutía de religión con un
padre jesuita. Heinz Fraenkel, «Assiac», del New
Statesman, planteaba problemas de ajedrez. No era más que
el
comienzo. Más adelante, nuestro campo de la isla de Man
debió ser una de las mejores universidades de Europa.
Nos trasladaron a la isla de Man el 12 de julio.
Ignorábamos la suerte que habíamos tenido. Centenares
de refugiados permanecían en el abominable Wharf Mills
Camp,
una fábrica de tejidos de algodón abandonada cerca de
Manchester. Me describieron ese edificio como el peor de
todos,
abandonado y sucio, con casi todas las ventanas rotas y
los suelos
repletos de basura. El comandante era una verdadera
urraca: robaba
dinero, máquinas de escribir y todo lo que caía en su
mano (Luego le descubrieron y le metieron en la cárcel).
Unos
amigos me dijeron, y no tengo ninguna razón para dudar de
su
palabra, que en el campo había cincuenta o sesenta hombres
enfermos de gravedad, aquejados de tuberculosis, diabetes
y
cáncer. Algunos estaban cojos o tuertos. Los médicos
alemanes no disponían de jeringas hipodérmicas ni de
medicamentos. Trescientos ochenta y un internados dormían
en
una sala donde los excrementos corrían por el suelo. Para
orinar había que emplear utensilios de cocina y los
trastornos mentales seguidos de accesos vio¬lentos eran el
pan
de cada día.
Cuando llegamos a Douglas, en la isla de Man,
rodeados de
soldados con la bayoneta calada, mucha gente vino a ver a
los
prisioneros de las gloriosas batallas de Hamstead y de
Golders
Green. Pasamos por delante del monumento a los caídos y
cada
uno de nosotros se fue quitando el sombrero. Uno de los
soldados
gritó: «iMás deprisa! ¡Más
deprisa!» Le dije que el hombre que iba delante de mí
tenía setenta años y se calló inmediatamente.
El campo consistía en un conjunto de casas
pequeñas cercado con alambradas. Con el fin de disminuir
los
gastos del material necesario para el black-out alguien
había
tenido la «brillante» idea de pintar todos los cristales
de azul y todas las bombillas de rojo. El resultado era
que de
día estaba tan oscuro como un acuario y de noche
parecía un burdel. Cuando llegamos empezamos a raspar la
pintura azul con cuchillas de afeitar formando figuras,
flores y
árboles para dejar pasar un poco la luz. La ventana
más bonita la hizo un cazador de caza mayor que había
observado a los animales durante años con la mirada de un
hombre de las cavernas o de un bosquimán. Aunque no
había recibido ninguna formación artística su
ventana, con sus cebras, sus jirafas y sus monos trepando
por los
árboles, era mucho mejor que las de los artistas
profesionales.
Había cerca de sesenta casas en total, y cada una
alojaba a unas treinta o cuarenta personas, que solían
tocar
a cinco por habitación. En total debíamos ser unos dos
mil prisioneros.
Por suerte descubrí un cuartito que sólo
tenía dos camas. Mi amigo Frank consiguió la segunda.
Era un arquitecto que trabajaba para Tecton, la firma que
había construido High Gate, la casa de los pingüinos en
el zoológico y luego llevaría a cabo el proyecto
Finsbury y muchos otros.
Además de las camas había dos sillas; sobre
ellas colocamos nuestras maletas y nos sirvieron de mesas.
En mi
«mesa» hice unos doscientos dibujos. Jonathan Cape
publicó muchos de ellos en 1944 bajo el título
«Cautiverio». Aquella habitación, en la que
podía estar sólo cuando quería, me
parecía más hermosa que el castillo de Blenheim.
Los más interesante era la reacción de los
internos ante el aburrimiento, la imposibilidad de
aislarse y la
tortura cotidiana de la liberación ya mencionada. Quienes
mejor lo soportaban no eran los hombres más lúcidos,
sino aquellos con un coeficiente de inteligencia más bajo.
Para algunos significaba la buena vida.
Tenían de todo: asilo, alimento,
compañía, y además estaban fuera del alcance de
los bombardeos. Se pasaban el día jugando a las cartas
sentados en la hierba, enteramente felices mientras les
llegaran de
su casa cartas y paquetes, y lo único que temían era
la llegada del día en que tendrían que afrontar de
nuevo la vida fuera de su jaula protectora. Si los mirones
y los
niños se quedaban mirándoles no se sentían
humillados. Ellos se sentían libres y los prisioneros eran
los que estaban afuera.
Aunque en general los intelectuales estaban mucho
más
afectados, algunos daban muestras de una calma y una
dignidad
estoicas; en cambio otros, visiblemente hundidos, vivían
un
suplicio. Había un músico que no cesaba de andar de un
lado a otro mascullando entre dientes. Otro prisionero
perdió
la razón y le tuvieron que encerrar en un manicomio.
Rawicz
sufría una depresión, pero nos distraía tocando
el piano.
Por mi parte, padecía dolores de estómago y
vértigos causados por la tensión nerviosa en que me
hallaba; detestaba el ambiente y temía verme obligado a
permanecer ahí durante años si algo impedía mi
liberación en el Home Office. Estoy absolutamente seguro
de
que si hubiese conocido la «fecha» hubiera sido
perfectamente capaz de poner al mal tiempo buena cara.
Nunca en mi vida he visto una mezcla de individuos
tan
extraordinarios en un lugar tan pequeño. Había gente
que sólo hablaba el yiddish; tenían entre sesenta y
setenta años y probablemente habían nacido en Galitzia
cuando Francisco José era emperador de Austria. Había
algunos antiguos capitanes de la marina mercante inglesa
llenos de
medallas que habían olvidado nacionalizarse ingleses y ya
casi no sabían ni una palabra de alemán. Había
algunos individuos que no sabían leer ni escribir,
firmaban
los papeles con una cruz y probablemente no se habían
metido
en un baño en toda su vida. Había un joven de unos
veinticinco años que llevaba un jersey blanco adornado con
la
palabra «BRITAIN» estampada en grandes letras. Cuando le
preguntaban cómo lo había conseguido contestaba en
inglés que había corrido para Gran Bretaña en
los Juegos Olímpicos de Berlín. Pero lo que
constituía nuestro orgullo era una maravillosa
colección de más de treinta profesores de universidad,
sobre todo de Oxford y Cambridge. Algunos de ellos eran
hombres de
renombre internacional. Dudo que fuera posible encontrar
en otro
sitio una mayor variedad de conferenciantes. No dábamos
abasto. ¿Qué hacer cuando la charla del profesor
William Cohn sobre el teatro chino coincidía con la
introducción a la música bizantina de Egon Wellesz?
¿O la charla del profesor Jacobsthal sobre la literatura
griega con la del profesor Goldmann sobre la lengua
etrusca?
¿Era mejor oír a Zunz hablar de la Odisea o a
Friedenthal del teatro de Shakespeare?
Todas las noches se podía ver una procesión de
cientos de internos transportando su silla al lugar de la
charla
elegida. El recuerdo de esos hombres en busca de cultura
es uno de
los más conmovedores que guardo de aquel extraño
microcosmos en el que viví durante tan largos meses.
Estábamos bien surtidos de profesores y pintores,
pero
escasos de músicos. Sólo Glass y Rawicz, ambos
excelentes pianistas, podían ofrecernos música seria.
El campo central, situado en Douglas, estaba mucho mejor
provisto en
este sentido. Tenían una orquesta completa dirigida por
Franz
Reizenstein, pero pocos profesores.
La gran «celebridad» era Jack Bilbo, que un
día dio una conferencia con el siguiente título:
«Por qué he guardado silencio durante tanto tiempo, por
Jack Bilbo, alias Traven.» Al día siguiente
anunció otra conferencia: «Por qué he guardado
silencio durante tanto tiempo, por Moisés Rosenblatt,
alias
Goethe.»
La figura más fabulosa de aquel mundo fantástico: era
el pintor Kurt Schwitters, dadaísta y fundador del
movimiento
Merz.
¿Qué es el dadaísmo? Las respuestas que
daban los miembros del movimiento hacían pensar que la
pregunta era antidadaísta y pueril. Si se insistía
decían: «Dada es un microbio virgen», «un
perro o un compás», «afirmativo»,
«negativo», «estúpido»,
«muerto», en suma, todo lo que podía escandalizar
a la detestable burguesía.
El origen de la palabra Dada es desconocido.
«Sólo los imbéciles y los profesores
españoles pueden interesarse por semejante cosa»,
escribía Hans Arp, que luego declaró que
«Tristan Tzara había encontrado la palabra Dada e18 de
febrero de 1916 a la seis de la mañana. Estaba presente
con
mis doce hijos cuando Tzara pronunció la palabra por
primera
vez... Ocurrió en el café de la Terrasse en Zurich y
en ese momento tenía una brioche en mi orificio nasal
izquierdo...»
Los creadores del movimiento se consideraban pacifistas,
pero lo que
verdaderamente les causaba placer era la destrucción. La
guerra de 1914-1918 fue un triunfo del caos sobre la ley y
el orden.
¿Por qué no contribuir al mismo destruyendo todo lo
que quedaba de arte, la religión y la literatura e
instituir
en su lugar el Dada, el culto a la anarquía y a la
negación?
Los dadaístas organizaban conferencias, manifiestos,
charlas y veladadas dada; con motivo de tales actos se
disfrazaban
de pan de azúcar o aparecían con la cabeza metida en
el tubo de una estufa y exasperaban a la burguesía suiza
con
su música infernal y sus danzas salvajes, seguidas de
proclamaciones anarquistas y «poemas» con
acompañamiento de bocinas de bicicleta.
Tzara daba la siguiente receta para hacer poesía:
cójase un periódico y unas tijeras, elígase un
artículo, recórtese, recórtese a su vez cada
palabra, introdúzcase todo en una bolsa y agítese.
Sus acrobacias surtieron efecto: la Iglesia, la
prensa, y el
público se enfadaron. A finales de 1918 los dadaístas
habían salido de Zurich y el movimiento pasó a Francia
y Alemania, donde se desarrollaron varios focos, entre los
cuales
estaba Hannover; allí Schwitters, como he dicho,
impulsó una filial especial a la que llamó Merz, a
partir de un collage que representaba la parte central de
la palabra
Kom-Merziell.
Schwitters era alto y corpulento, muy ancho de
hombros.
Sus bellas facciones recordaban a las de Gerhardt
Hauptmann,
el actor alemán. Llevaba los calcetines tan rotos que no
se
sabía si existían o no. Se calzaba con unos zapatones
demasiado grandes incluso para él, y su manera de andar
hacía pensar en la de un campesino con un gran cesto a
cuestas. Decía haberse fugado de Noruega llevándose
consigo una pareja de ratones blancos demasiado preciosos
para
dejarlos en manos alemanas. Un día se paró delante de
un granero a fin de coger unos granos de trigo para él y
para
sus ratones. De pronto le apuntaron las pistolas de un
grupo de
noruegos que vigilaban un cable eléctrico que atravesaba
el
edificio y la presencia de los ratones le salvó de una
muerte
inminente. Los noruegos consideraron- poco probable que un
espía alemán circulase con ratones en el bolsillo, de
modo que le dejaron huir a Inglaterra, donde les pusieron
a
él y a sus ratones en cuarentena.
Cuando le vi por primera vez vivía en un desván
de nuestro campo. Sus collages, que estaban colgados de
las paredes,
estaban realizados con paquetes de cigarrillos, algas,
conchas,
restos de corcho, cuerda, alambre, cristal y clavos. Había
algunas estatuas esparcidas aquí y allá. Estaban
hechas de porridge, el más efímero material
co¬nocido por la humanidad: despedía un débil pero
repugnante olor y tenía un color de queso: azul danés
muy curado o roquefort. Por el suelo había platos, pan
duro,
queso y otros desperdicios, todo ello bien revuelto con
unas cuantas
piezas de madera, en su mayoría pies de mesa y sillas,
robados de nuestras casas y empleados en la construcción
de
una gruta alrededor de una ventanita. En aquella
habitación
de cinco metros de largo por dos de ancho también
había una cama, una mesa y quizá una silla. En el
espacio que quedaba había pinturas de todas clases
ejecutadas, a falta de otro material, en linóleum
procedente
del suelo. Schwitters siempre llevaba encima con este fin
un
cuchillo bien afilado y más de una vez le vi recortar
cuidadosamente un buen pedazo de linóleum en la casa de
alguna infeliz señora.
Una noche fui a verle -entonces lo hacía a menudo
porque me estaba haciendo un retrato cuando oí unos
ladridos
feroces que provenían del interior; el ruido me
sorprendió, ya que los perros y las mujeres estaban
prohibidos en el campo. Cuando entré vi una escena
extraordina¬ria. En la planta baja un hombre de negocios
vie¬nés de cierta edad ladraba con la cabeza vuelta hacia
la parte alta de las escaleras, donde estaba encaramado
Schwitters,
ladrando a su vez con todas sus fuerzas. El hombre de
negocios
tenía un ladrido ronco, como el de un dogo inglés,
mien¬tras Schwitters prefería el de un pachón
alemán.
-¡Guau-guau! -ladraba el dogo.
-¡Guau-guau! -contestaba el pachón.
-¡Guau-guau-guau-guau! -ladraba el hombre de
negocios.
-¡Guau-guau-guau-guau-guau! -contestaba Schwitters
con
furia.
Aquello prosiguió cierto tiempo en un crescendo
terrible hasta que ambos hombres se can¬saron. El hombre
de
negocios se fue a la cama como es normal en un hombre de
negocios,
pero Schwitters, que parecía no saber con exactitud
dónde terminaba el reino humano y dónde empezaba el
mundo animal, se retiró a una perrera que había
dispuesto para él y para el pachón que llevaba dentro.
Había puesto encima de la mesa varias mantas, con su
colchón debajo y trepando a cuatro patas se metió a
dormir, cosa que representaba un considerable esfuerzo, ya
que
estaba gordo y pesaba mucho. Le vi muchas veces en su
perrera y
nunca se dormía sin murmurar suavemente un último
guau-guau-guau.
Era un maravilloso narrador de cuentos. Ade¬rezaba
sus
historias con todo lujo de detalles. Su voz era suave y la
lengua
alemana, para muchos áspera y gutural, en sus labios se
hacía rica y melodiosa. Cuando celebró su primera
velada dada no estaba muy seguro de cómo sería
recibida. Temía que se produjeran los abucheos de los
primeros años veinte, pero, para su sorpresa, todos los
números fueron acogidos con aplausos frenéticos. El
pobre Schwitters había olvidado hasta qué punto
había cambiado el mundo desde 1917, ahora todo el mundo
llevaba una vida surrealista. Después de todo,
¿qué podía haber más dadá que dos
mil «extranjeros enemigos» rogando por la victoria de
«nuestro gracioso rey Jorge VI y nuestra graciosa reina
Isabel»?
Recuerdo algunas de sus historias, por ejem¬plo, la de la
enorme
piedra negra que una vez se encontró en Hannover tras un
día de lluvia. La piedra brillaba y relucía al sol
como un magnífico diamante negro. La llevó a la
academia de Bellas Artes, la puso encima de la estufa, y
luego se le
olvidó completamente. Salió un momento y cuando
volvía a la academia vio pasar coches de bomberos a gran
velocidad. Por las ventanas salían bocanadas de humo
negro, y
el director iba de un lado para otro con el puño
amenazante,
gritando: “Das Schwein! ¡Das Schwein! ¡Si cogiera al
cerdo que ha puesto alquitrán en la estufa!»
También contaba la historia de cómo había "
envenenado a su familia con setas (estaban clasificadas
como
venenosas en el libro de las setas, «pero intenté
vencer a la naturaleza»), la historia de las chinches que
entraron en la academia, la historia del americano y el
Kaiser, pero
sobre todo, la historia del clavo de cobre.
«Un día, contaba Schwitters, me paró un
tartamudo por la calle.»
«P... p... podría, por f... f... f... avor,
decirme dónde p... p... p... podría comprar un clavo
de c... c... cobre?»
«Le indiqué el camino para ir a la
ferretería y se fue. Pero yo conocía un atajo y
llegué mucho
- antes que él.»
«Q... q... q... quiero comprar un clavo de cobre»,
le dije tartamudeando al ferretero. Me mostró unos clavos
de
cobre.
«¿Son bastante largos?», preguntó.
«N... n... no, dije, los quiero m... m... más largos.
»
«El hombre trajo otros clavos, pero ninguno era
bastante
largo. Por fin encontró uno enorme, de veinticinco
centímetros.»
«S... S... sí, dije, es... es... éste es
maravilloso. Por f... f... favor, cla... cla... cláveselo
en
el trasero.»
«Y me fui. Un minuto después entró en la
tienda el verdadero tartamudo... y salió a toda prisa.»
De sus poemas recuerdo uno que titulaba «Un poema
sinfónico». Parecía hermoso cuando lo recitaba,
pero me temo que perdía algo de encanto una vez impreso:
Langetúrgl... Oká, Oká
Tsiuriuliutree... Tsiuka, Tsiuka,
Langetúrgle... Okaká... ka
Tsiuka... Tsiuka
Langetúrgl...
Y así proseguía. Había otro poema que
empezaba así:
Anna Blume
Eres precoz y tardía A-n-n-a
A-n-n-a
Te quiero.
Había otro poema que recitaba sin cesar. Se llamaba
Leise (en voz baja). Empezaba susurrando «leise, leise».
Aumentaba poco a poco el volumen del sonido, «leise» se
hacía cada vez más fuerte para alcanzar por
último una extraordinaria intensidad y estallar en un
grito
salvaje. Justo en ese momento cogía una taza o un plato y
lo
rompía en mil pedazos tirándolo al suelo. Este
«poema» siempre tenía un gran éxito.
Varios años atrás lo había recitado una y otra
vez en la terraza de Deux Magots ante Tzara y Breton...
hasta que
intervino el dueño del café.
Durante su reclusión Schwitters siguió haciendo
sus collages tal como los venía haciendo desde hacía
veinte años. Quizá vivía en el pasado, o
quizá le resultaba difícil hacer otra cosa. Tengo
motivos para suponer que así era. En todo caso no
encontraba
quien los comprase. Nadie tomaba sus collages en serio.
Así
que se puso a pintar retratos y paisajes de Noruega. Los
retratos
eran excelentes, pero los paisajes eran rudimentarios. Me
hacían pensar en unos huevos escalfados con espinacas. A
pesar de su comportamiento, creo que no tenía nada de
loco.
Muy al contrario, era un hombre muy sagaz; siempre tuve la
impresión de que representaba un papel, cultivaba con mimo
su
personalidad dada como las más apropiada para el personaje
que representaba desde hacía tanto tiempo y que ya no
podía abandonar el Till Eulenspiegel de los pintores.
Murió en 1947 en la miseria. Al final intentaba
vender
sus collages a una libra la pieza. Inmediatamente después
los
marchantes empezaron a comprar todo lo que encontraban
suyo y de vez
en cuando una voz me pregunta por teléfono.
¿Ningún Schwitters en venta? Me han dicho que sus
collages ahora valen entre tres y cuatrocientas libras
cada uno y
siguen subiendo: con el paso del tiempo se hacen cada vez
más
dada. Me pre¬gunto que hubiera dicho el pobre Schwitters.
Guau-guau-guau, supongo.
A diferencia de lo que había pasado en Ascot, las
cartas y los paquetes llegaban regularmente a la isla de
Man. Pero
las noticias eran malas y los bombardeos de Londres
llenaban de
angustia a los refugiados que tenían allí a la mujer o
a los hijos. Afortunadamente yo no tuve esa preocupación.
Diana y nuestra hija -Carolina había nacido e13 de julio
de
1940-, pocos días después de que me internasen
vivían en nuestra casa de campo en Essex, y John Heartfiel
estaba en nuestra casa de Hampstead. Recibía con
regularidad
cartas explicándome lo que ocurría en Londres, pero no
podía imaginarme cómo era la vida en realidad.
¿Había taxis? ¿Funcionaba el teléfono?
¿Había cambiado mucho la ciudad desde que me fui?
Oímos varias veces la sirena de las alertas
aéreas cuando los alemanes sobrevolaban la isla de Man
después de bombardear Liverpool. Una noche sonaron las
sirenas después de haber comenzado el oficio religioso del
sábado. El campo quedó inmediatamente sumido en la
oscuridad, excepto una casa ocupada por judíos ortodoxos.
El
comandante intentó llamarles por teléfono, pero no
obtuvo respuesta, ya que un judío ortodoxo no coge el
teléfono durante el sábado. Entonces el comandante
mandó a un mensajero con la orden de apagar aquella
maldita
luz. El mensajero volvió: había intentado bajar los
plomos, pero se lo habían impedido ya que él
también era judío y no le. habían permitido
cometer una trasgresión. Ya fuera de sus casillas, el
comandante intentó encontrar a alguien que no fuese
judío en un campo donde cerca del noventa por ciento de
los
internos eran judíos, pero antes de que lo consiguiese la
alerta dejó de sonar.
A menudo me han preguntado si había nazis en mi
campo.
Sólo conocí a uno (quizá había
más): nuestro cocinero. Tenía la clásica
mentalidad nazi: era arrogante y rígido y carecía por
com¬pleto de sentido del humor.
Una noche, a principios de septiembre, lo encontré
más excitado que de costumbre. Miraba el mar desde la
ventana. Yo estaba detrás de él y le oí cantar
en voz baja, pero con nitidez, el Heut' fahren wir gegen
Bngelland.
Se volvió, me miró, se le dibujó una sonrisa y
regresó a su cuarto. Era, o al menos así lo
creía él, la noche de desembarco alemán,
llegaban los felices días en que podría decirle al
oficial nazi que tuviese el mando de las fuerzas de
invasión
quienes debían ser exterminados.
No sé qué fue de él. Creo que no era un
espía, sino sencillamente un nazi bruto y vulgar.
Creo que no había muchos más. Sólo en una
casa había un grupo que mantenía una actitud distante
con nosotros y les llamábamos los «nazis», pero
quizá no eran más que simples antisemitas. Años
más tarde me presentaron en el País de Gales a un
hombre bastante joven y con buena facha, era un pintor.
«Le
conozco» musitó. Le dije que debía estar
equivocado. «¡Oh, no!, dijo. He coincidido con
usted», y añadió en voz baja: «Hutchinson
Camp.»
Cuando le pregunté por qué él, siendo artista,
se había mantenido al margen de sus colegas y no había
participado en nuestras exposiciones, contestó vagamente
que
no había tenido ninguna razón especial para hacerlo.
No creo que fuera un nazi; sospecho que detestaba a las
masas y, en
concreto, a las masas de judíos.
En todo caso, los oficiales del Intelligence Service
que nos
vigilaban sabían todo lo que pasaba en nuestro campo. Los
confidentes les tenían perfectamente al corriente. Un
soplón vino a verme. Por la naturaleza de sus preguntas
entendí inmediatamente que su misión era descubrir en
qué términos estaba con mi suegro. Entendía
demasiado bien las razones de la curiosidad de nuestro
comandante.
Muchas veces me han preguntado cómo nos trataban. La
respuesta es la siguiente: al principio con indiferencia e
incluso
con dureza, después mucho mejor. [Guardo un buen recuerdo
del
capitán Jorgensen (del Intelligence Service) y del muy
popular sargento de caballería Petterson].
De vez en cuando nos infligían severos castigos por
faltas insignificantes. ¿Era necesario meterle a B. tres
días de calabozo por haberle arrojado flores al otro lado
de
la alambrada a su novia? Pero en general nuestros
oficiales se
esforzaban por hacernos la vida lo más agradable posible
en
unas circunstancias extremadamente difíciles.
Hacia finales de noviembre todos los profeso¬res y
muchos
de mis amigos habían sido libera¬dos. Charoux, Ehrlich y
Rawicz habían abandonado el campo. Frank, que había
compartido mi habitación y me había ayudado mucho,
también se había ido, y mi nuevo compañero me
exasperaba. No porque discutiésemos de política -era
un comunista convencido-, sino por su manera de lavarse
los dientes;
era de lo más irritante, una especie de operación
militar, con ofensiva para capturar los microbios:
izquierda-derecha, arriba-abajo, izquierda-derecha,
arriba-abajo.
Cuando por fin acababa con los preliminares, aspiraba una
gran
cantidad de agua y le daba vueltas y más vueltas en la
boca
para terminar escupiéndola con violencia y precisión,
como si se la tirara a la cara a un fascista.
Apenas hablábamos. Hacía tiempo que había
decidido no hablar de política con un comunista: era tan
insensato como discutir sobre Alá con un árabe
fanático. Siempre era educado y estaba pendiente de no
hacer
ruido en la habitación, que mantenía en un estado de
limpieza poco común. Yo sabía que su vocabulario
carecía de ciertas palabras como piedad, tolerancia o
libertad. El único objetivo de su existencia era preparar
al
mundo para el advenimiento del comunismo y si para
realizar ese
ideal debían morir unos cuantos millones de seres peor
para
ellos. Después de la guerra volvería a Alemania, o
donde le mandasen y obedecería sin rechistar las
órdenes que recibiese.
Sabía que acudía en secreto a unas reuniones del
partido, porque un día me dijo que en el campo habían
células comunistas y que conocían a todos los nazis.
También me dijo que antes de mudarse a mi cuarto había
hecho una investigación en regla sobre mi persona y que
había superado el examen satisfactoriamente en todos los
sentidos.
Acepte el cumplido con gran modestia.
Hasta Navidad y durante los días que siguieron todo
fue
tristeza y depresión. Todos los días esperaba con
temor y esperanza que llegaran las cinco de la tarde, hora
en la que
eran anunciados los nombres de los liberados, luego me
arrastraba
hasta mi habitación, demasiado abatido para po¬der comer.
Dormía muy mal y en cuanto me metía en la cama me
parecía que la habitación daba vueltas.
En Navidad todo el mundo hizo esfuerzos desesperados
para
hacer las cosas lo más alegres posibles y fingir no haber
disfrutado nunca de mejor compañía ni haber probado
nunca manjares y vinos tan exquisitos. Después perdí
toda esperanza. Por su parte, mi compañero de célula
parecía perfectamente resignado. Escribía y
leía. Se armaba para la lucha suprema. ¿Por qué
iba a preocuparse por un montón de tonterías
religiosas o iba a faltar a su deber por una solicitud
burguesa
hacia su mujer y sus hijos?
El 30 de diciembre el capitán Jorgensen me llamó
a su despacho y me preguntó si me gustaría volver a
casa. Le miré. Le miré... y sonrió.
A la mañana siguiente abandonaba el campo. En el
tren
me senté solo, ¿Y si los otros viajeros había
visto que era un ex-prisionero? Llegué a Londres unos
minutos
antes del año nuevo. Cogí un taxi para ir a casa. Si
hubiera estado fuera cien años en lugar de seis meses
Londres
no me habría parecido más extraño.
Al día siguiente a primera hora llamaba a mi mujer
por
teléfono para decirle que estaba libre y le preguntaba
dónde podíamos vernos.
-Ven aquí enseguida, me dijo.
-Pero es imposible, objeté. Sabes que es una zona
prohibida.
-Ya no, contestó. No lo es desde hoy, 1 de enero de
1941.
Tomé el primer tren para Essex.